
Para mi padre lo que dijese su hermana, o su familia, estaba bien dicho por principio y él se obligaba a cumplirlo, casi siempre. Así, fui el primero de toda la familia en sufrir la experiencia del internado, desde los siete hasta los dieciséis años, gracias al consejo tutelar de la hermana de mi padre.
En el internado se aprende mucho, pero en contra de lo que creía mi padre a instancias de su hermana, no te enseñan ni te educan. En absoluto. Los curas eran pésimos profesores en su mayoría, y por principio eran incultos y manipuladores. Daban ostias y capones a capricho, y abusaban de los que no se defendían, pues también eran cobardes. A algunos jamás nos tocaban porque sospechaban que de alguna forma nos vengaríamos. En realidad estaban frustrados. No solo por problemas sexuales, eso algunos lo resolvían en sus días de asueto, o en otros casos, en el mismo colegio con los internos que se dejaban. En gran parte eran curas sin vocación, forzados a ir al seminario para sobrevivir.
En clase éramos más o menos 45. Las clases eran un cachondeo y las notas también. A final de curso aprobaban todas las asignaturas unos 5, que eran los que tenían que ocupar la primera fila del aula, y por contra, los que suspendían casi todas las asignaturas, la última. Yo ocupaba un pupitre hacia el medio, estaba en el purgatorio. Cojonudo. La única explicación que encuentro a este dislate, es que nos colocaban, por extensión, en el orden sacerdotal del sexto sacramento . Menos mal que en el verano tenía de profesor a D. Manuel R., el mejor que conocí, que ante todo me enseñó a estudiar y a discurrir, y alentó mi interés por la lectura. A mi no me importaba suspender alguna en junio porque disfrutaba en su clase. Una vez que por infortunio no suspendí ninguna, fui a preparar con él, el año siguiente.
Contaré unos ejemplos de lo que aprendí:
A pegarse si no había otra salida, consciente de que valía todo, hasta dar patadas y cabezazos.
Jugué al fútbol, corría sin descanso y subía la cuerda a pulso.
Nos fugábamos del colegio por el día. Tirábamos el balón a la calle, salían 5 por él y volvían 2, que se iban al cine o a lo que se terciase.
Y también escapábamos por la noche, descendiendo desde el primer piso con una cuerda. Lo más duro era escalar a las tantas de la mañana.
Fui un cabrón y un santo al mismo tiempo, que no es tan difícil.
Claro que defendía a los pequeños si les atacaba un cura.
Había mucho más, pero no voy a hacer ahora un tratado. Lo que sí es verdad es que tenías que adiestrarte lo más posible, antes digamos, de la edad de entrega a las pajas. Si no lo conseguías eras uno más y no tenías un buen grupo.
Estaréis conmigo en que esto no era lo que mi padre pretendía para mi formación, pero claro, se dejaba guiar por su hermana y demás adláteres. Era así, y por eso cuando suspendí la reválida de cuarto, en junio a los doce años, no se si a petición o de motu propio, la hermana de mi padre le aconsejó que me castigara a pasar el verano con ellos, que se encargarían de mi disciplina y de que estudiase. En mi opinión, sin fundamento ni beneficio, como vais a ver.
En aquella familia no había ningún universitario, no muy anormal en aquella época, pero sus únicos libros de lectura eran las novelas de amor de Corín Tellado, para ellas, y las del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, para ellos. Si escarbabas un poco en sus cerebros, conseguías que te hablasen de oídas de algunos como J. M. Pemán o J. Benavente. Un día me quitaron dos novelas de Guillermo, de Richmal Crompton, que eran mis preferidas. No las conocían, pero ver la portada con un chaval sucio y desgreñado, fue suficiente. Cuando se enteraron de que yo leía todo lo que tenía mi padre en su biblioteca, le dijeron que aquellas no eran lecturas para un chiquillo. Y eso que eran clásicos españoles y europeos, pero claro, Shakespeare no lo sabían pronunciar y Ortega y Gasset eran dos filósofos poco recomendables. Eran franquistas y casposos.
Mis “vacaciones” con la familia de la hermana de mi padre, comenzaron el 1 de julio en el Hotel-Balneario, del cual mi padre era copropietario. En el pasaban tres meses de asueto unos veinte, matrimonios, nietos y amistades invitadas, a mesa y mantel y sin soltar una pela. Para las comidas, se sentaban en una mesa de 5 ó 6 metros en la que cabían todos, comían a la carta, y la conversación era un guirigay, y molestaban a los huéspedes que comían con rapidez para irse. No les faltaba de nada: los empleados eran sus empleados; las mejores habitaciones eran las suyas y los ingresos de los pocos huéspedes que había no llegaban para soportar el dispendio en que incurrían. Tenían un balneario, un campo de tenis, una piscina de granito y un bosque de árboles centenarios: carvallos, nogales, pinos piñoneros, castaños, secoyas, etc.. Todo para su disfrute y gratis.
Yo era, para ellos, un huésped molesto, y me trataban con indiferencia. Estaba sometido a arresto domiciliario en mi habitación durante las mañanas, comía, y otra vez hasta las seis de la tarde, excepto domingos y festivos para ir a misa. En el recreo, me despendolaba con un amigo que vivía cerca y que a ellos no les agradaba. Pero un día que estaba solo, entretenido tirando piedras a un árbol, una se desvió y fue a dar contra la malla metálica del campo de tenis, rebotó, y cayó afuera. En ese momento jugaban mis primos. Uno de ellos, no se si porque que iba perdiendo, vino corriendo hacia mi, y sin decir nada, y yo sin esperarlo, me dio dos ostias. Él tenía casi treinta años y me dolieron, y aun más que lo hizo con chulería y desprecio.
Ya les había advertido que no toleraba que nadie me pegase, excepto mi padre, que para ello me tenía que coger antes. Por eso, y porque en realidad me había cabreado como un mono rabioso, escogí en el río una piedra del tamaño de un adoquín. Me fui con la piedra a la habitación del primer piso que estaba en la vertical de la puerta de entrada del hotel, y esperé con el pedrusco apoyado en el alféizar, a que el autor de la agresión llegara. Había calculado que tendría que tirar la piedra justo en el momento en que pisara la acera, de dos metros de ancho, ya que no se trataba de darle, y arriesgarme a un fuerte correctivo que no me compensase.
Esperé escondido tras la ventana con la puerta de la habitación cerrada con llave. Al fin apareció, todo peripuesto, con el polo y el pantalón blanco de Fred Perry, y los calcetines y los tenis del mismo color. Sabía que era guapo y se lucía. Con paciencia y los nervios tensos esperé el momento, y empujé la piedra. Cayó como un plomo delante de sus narices. Fijó su mirada en la piedra y miró hacia arriba. Vi su cara blanquecina que se confundía con su ropa, y le dije:
¡Si me vuelves a pegar te mato!.
Su reacción fue sentarse en la acera a punto de desmayarse, y como era supersticioso, creo que se sintió muerto. No dijo nada y yo con tranquilidad cerré la ventana y fui a encerrarme en mi cuarto.
Al día siguiente la hermana de mi padre le dijo que me remitían a mi casa, y felizmente volví a mi lar después de un mes de abandono. Mi padre no me habló el resto del verano, pero fui a clase con D. Manuel y aprobé la reválida en setiembre. Después volví al internado.