miércoles, 4 de marzo de 2009

Mi amigo el hortelano



Su estampa, a lo lejos, parecía una imagen pintada al pastel. Un hombretón de andar pausado, con sombrero de paja, camisa, chaqueta y pantalones de pana de color trigueño, y unas botas bajas de cuero rústicas, hechas sin duda por un zapatero de pueblo y compradas en una feria, como puede ser, todo lo demás.
De cerca, lo primero que se apreciaba era su cara de bondad, que adornaba siempre con media sonrisa al saludar. Sus más de sesenta años se reflejaban en numerosas arrugas, no muy profundas, que marcaban su piel morena a pesar de que pocas veces trabajaba sin sombrero, todo originado, al parecer, por su vida al aire libre.
Andrés es la persona que, entre otras cosas, me enseñó a amar la tierra y a cultivarla, no de una forma vulgar, pues aunque humilde y con pocos estudios era inteligente, sino de manera filosófica. Un día que estaba cogiendo fresas, me acerqué, como hacía con frecuencia, a charlar con él.
- ¡Qué!, ¿recogiendo las primeras?.
¡Mire como huelen!. Y me acercó unas pocas, que parecían menos en sus manos enormes.
¡Están buenas!, dije, -después de apreciar su aroma y comérmelas.
Y como no lo iban a estar, mire la tierra, -Y desmenuza en su mano un terrón con lentitud- está abonada con el estiércol de las vacas, de la Margarita y de la Rubia, ¿y ellas que comen?, hierba, y la hierba se cría en la tierra, y vuelta a empezar, porque el estiércol lo hizo la tierra. Por eso todo el mundo siempre luchó por ella.
No le ayudo porque los mosquitos aquí parecen tigres.
Bah, es acostumbrarse, mire como estoy yo.-Y me enseña los antebrazos con picaduras- Así se alimentan.
Lo que más agradecía y donde mejor se expresaba era en la jardinería. Había sido mayordomo de un noble, y en sus ratos libres había aprendido con los jardineros de la heredad. Ahora disfrutaba cuidando todas las plantas, pero sobre todo, los casi trescientos rosales del jardín de diseño francés. Con él aprendí a podar, a acodar y a esquejar, pero lo que más aprecio, es que me enseñó a percibir los diferentes perfumes y colores de las rosas.
– ¡Mire que rosas!, las preferidas de las abejas, ¡huélalas!.
– A mí incluso me huele a miel, -digo mientras acaricio los pétalos.
De religión jamás hablaba, y dado mi desinterés por el tema, yo tampoco le pregunté. Un día si le hice una pregunta política:
– Andrés, ¿y que le parece el nuevo gobierno?
– Bueno, siempre es igual, los mismos perros con diferentes collares.
Advertí al momento que, debido a su total pragmatismo, no consideraba necesarios ni a unos ni a otros. En realidad era un ácrata a su manera, esto es, apacible e incrédulo, y lo único que le interesaba realmente era lo que tuviese que ver con la naturaleza y los animales, incluyendo los hombres.
Creo que su altar era el establo. Estaba en la parte trasera de su casa. En un lado tenía las cuadras, en el otro, más grande y ordenado, un tablón grande como mesa, la yunta, aperos de labranza y de jardinería: hoces, azadas, rastrillos, una guadaña, una escalera, sogas gruesas, etc. En un extremo una pila grande de granito con un grifo, con aspecto un tanto rústico, lecheras y cubos de metal y una manguera. Cada cosa en su sitio y limpia. En el techo numerosas vigas de tronco de pino sin pulir y pintadas con aceite de linaza, todas en paralelo de un extremo a otro.
Allí se pasaba muchas horas en soledad y rodeado de nostalgia. Yo iba a verle cuando no venía a la finca. Es verdad que olía al estiércol de las cuadras, pero a mi aquel fuerte olor no me desagradaba, y lo esperaba. Se sentaba en una banqueta de tres patas a un lado de la vaca, ponía un cubo y empezaba a ordeñarla. Yo me sentaba al otro lado y le escuchaba:
Rubia, ya estoy contigo, ¿igual creíste que no venía?.-Decía con voz grave y amistosa.
Que buena leche das, llena de nata, ¿cómo no la vas a dar con la buena hierba que comes?. Venga, tranquila,... tranquila...-Decía si la vaca mugía.
Aquella escena sigue en mi memoria y cuando la revivo me recreo con ella. Quizás por la sencillez y naturalidad de todo el escenario, y por el ser humano que ama a los animales y les habla como personas, y por los animales que mugiendo le responden.
Él me reconoció una tarde lo que yo sospechaba.
Aquí es donde quiero acabar, esta es mi casa. La mujer ya es mayor, y los hijos ya trabajan. Yo ya hice bastante. Estoy de más.
Un día vino a decirme que no podía trabajar porque se había cortado en una mano al segar, y que por eso no venía a la finca. Entonces me enseñó la mano izquierda ,mal vendada, y al verla le pregunté:
¿Quién hizo la cura?
Yo, quién iba a ser. -Se quitó la venda y me la enseñó. Con la hoz se había cortado casi todo el pulgar por su base- Cubrí la herida con tierra de estiércol, la sujeté con papel de fumar, y luego la vendé en casa..
¡¿No le echó nada para desinfectarla?!
Y que le iba a echar, la tierra tiene terramicina, y la desinfecta.
El último día que lo vi al final del verano, tenía le herida cicatrizada. Mientras la miraba, me dijo:
– ¡Ve!, todo viene de la tierra y a ella vuelve.
A comienzos del otoño me llamaron para decírmelo:
Andrés se suicidó colgándose con una soga, en una viga de madera de la cuadra. Me dijeron que estaba vestido y con el sombrero de paja puesto.

viernes, 6 de febrero de 2009

EL REBELDE



Para mi padre lo que dijese su hermana, o su familia, estaba bien dicho por principio y él se obligaba a cumplirlo, casi siempre. Así, fui el primero de toda la familia en sufrir la experiencia del internado, desde los siete hasta los dieciséis años, gracias al consejo tutelar de la hermana de mi padre.
En el internado se aprende mucho, pero en contra de lo que creía mi padre a instancias de su hermana, no te enseñan ni te educan. En absoluto. Los curas eran pésimos profesores en su mayoría, y por principio eran incultos y manipuladores. Daban ostias y capones a capricho, y abusaban de los que no se defendían, pues también eran cobardes. A algunos jamás nos tocaban porque sospechaban que de alguna forma nos vengaríamos. En realidad estaban frustrados. No solo por problemas sexuales, eso algunos lo resolvían en sus días de asueto, o en otros casos, en el mismo colegio con los internos que se dejaban. En gran parte eran curas sin vocación, forzados a ir al seminario para sobrevivir.
En clase éramos más o menos 45. Las clases eran un cachondeo y las notas también. A final de curso aprobaban todas las asignaturas unos 5, que eran los que tenían que ocupar la primera fila del aula, y por contra, los que suspendían casi todas las asignaturas, la última. Yo ocupaba un pupitre hacia el medio, estaba en el purgatorio. Cojonudo. La única explicación que encuentro a este dislate, es que nos colocaban, por extensión, en el orden sacerdotal del sexto sacramento . Menos mal que en el verano tenía de profesor a D. Manuel R., el mejor que conocí, que ante todo me enseñó a estudiar y a discurrir, y alentó mi interés por la lectura. A mi no me importaba suspender alguna en junio porque disfrutaba en su clase. Una vez que por infortunio no suspendí ninguna, fui a preparar con él, el año siguiente.
Contaré unos ejemplos de lo que aprendí:
A pegarse si no había otra salida, consciente de que valía todo, hasta dar patadas y cabezazos.
Jugué al fútbol, corría sin descanso y subía la cuerda a pulso.
Nos fugábamos del colegio por el día. Tirábamos el balón a la calle, salían 5 por él y volvían 2, que se iban al cine o a lo que se terciase.
Y también escapábamos por la noche, descendiendo desde el primer piso con una cuerda. Lo más duro era escalar a las tantas de la mañana.
Fui un cabrón y un santo al mismo tiempo, que no es tan difícil.
Claro que defendía a los pequeños si les atacaba un cura.
Había mucho más, pero no voy a hacer ahora un tratado. Lo que sí es verdad es que tenías que adiestrarte lo más posible, antes digamos, de la edad de entrega a las pajas. Si no lo conseguías eras uno más y no tenías un buen grupo.
Estaréis conmigo en que esto no era lo que mi padre pretendía para mi formación, pero claro, se dejaba guiar por su hermana y demás adláteres. Era así, y por eso cuando suspendí la reválida de cuarto, en junio a los doce años, no se si a petición o de motu propio, la hermana de mi padre le aconsejó que me castigara a pasar el verano con ellos, que se encargarían de mi disciplina y de que estudiase. En mi opinión, sin fundamento ni beneficio, como vais a ver.
En aquella familia no había ningún universitario, no muy anormal en aquella época, pero sus únicos libros de lectura eran las novelas de amor de Corín Tellado, para ellas, y las del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, para ellos. Si escarbabas un poco en sus cerebros, conseguías que te hablasen de oídas de algunos como J. M. Pemán o J. Benavente. Un día me quitaron dos novelas de Guillermo, de Richmal Crompton, que eran mis preferidas. No las conocían, pero ver la portada con un chaval sucio y desgreñado, fue suficiente. Cuando se enteraron de que yo leía todo lo que tenía mi padre en su biblioteca, le dijeron que aquellas no eran lecturas para un chiquillo. Y eso que eran clásicos españoles y europeos, pero claro, Shakespeare no lo sabían pronunciar y Ortega y Gasset eran dos filósofos poco recomendables. Eran franquistas y casposos.
Mis “vacaciones” con la familia de la hermana de mi padre, comenzaron el 1 de julio en el Hotel-Balneario, del cual mi padre era copropietario. En el pasaban tres meses de asueto unos veinte, matrimonios, nietos y amistades invitadas, a mesa y mantel y sin soltar una pela. Para las comidas, se sentaban en una mesa de 5 ó 6 metros en la que cabían todos, comían a la carta, y la conversación era un guirigay, y molestaban a los huéspedes que comían con rapidez para irse. No les faltaba de nada: los empleados eran sus empleados; las mejores habitaciones eran las suyas y los ingresos de los pocos huéspedes que había no llegaban para soportar el dispendio en que incurrían. Tenían un balneario, un campo de tenis, una piscina de granito y un bosque de árboles centenarios: carvallos, nogales, pinos piñoneros, castaños, secoyas, etc.. Todo para su disfrute y gratis.
Yo era, para ellos, un huésped molesto, y me trataban con indiferencia. Estaba sometido a arresto domiciliario en mi habitación durante las mañanas, comía, y otra vez hasta las seis de la tarde, excepto domingos y festivos para ir a misa. En el recreo, me despendolaba con un amigo que vivía cerca y que a ellos no les agradaba. Pero un día que estaba solo, entretenido tirando piedras a un árbol, una se desvió y fue a dar contra la malla metálica del campo de tenis, rebotó, y cayó afuera. En ese momento jugaban mis primos. Uno de ellos, no se si porque que iba perdiendo, vino corriendo hacia mi, y sin decir nada, y yo sin esperarlo, me dio dos ostias. Él tenía casi treinta años y me dolieron, y aun más que lo hizo con chulería y desprecio.
Ya les había advertido que no toleraba que nadie me pegase, excepto mi padre, que para ello me tenía que coger antes. Por eso, y porque en realidad me había cabreado como un mono rabioso, escogí en el río una piedra del tamaño de un adoquín. Me fui con la piedra a la habitación del primer piso que estaba en la vertical de la puerta de entrada del hotel, y esperé con el pedrusco apoyado en el alféizar, a que el autor de la agresión llegara. Había calculado que tendría que tirar la piedra justo en el momento en que pisara la acera, de dos metros de ancho, ya que no se trataba de darle, y arriesgarme a un fuerte correctivo que no me compensase.
Esperé escondido tras la ventana con la puerta de la habitación cerrada con llave. Al fin apareció, todo peripuesto, con el polo y el pantalón blanco de Fred Perry, y los calcetines y los tenis del mismo color. Sabía que era guapo y se lucía. Con paciencia y los nervios tensos esperé el momento, y empujé la piedra. Cayó como un plomo delante de sus narices. Fijó su mirada en la piedra y miró hacia arriba. Vi su cara blanquecina que se confundía con su ropa, y le dije:
¡Si me vuelves a pegar te mato!.
Su reacción fue sentarse en la acera a punto de desmayarse, y como era supersticioso, creo que se sintió muerto. No dijo nada y yo con tranquilidad cerré la ventana y fui a encerrarme en mi cuarto.
Al día siguiente la hermana de mi padre le dijo que me remitían a mi casa, y felizmente volví a mi lar después de un mes de abandono. Mi padre no me habló el resto del verano, pero fui a clase con D. Manuel y aprobé la reválida en setiembre. Después volví al internado.

miércoles, 28 de enero de 2009

SUNDAY ROAST



Pasamos la mañana en Portobello. Allí los Domingos del invierno nos reuníamos una multitud de gente joven, no solo inglesa, también íbamos muchos estudiantes franceses, italianos y españoles. En 1965 Londres estaba de moda en Europa, los Beatles, Carnaby Street y todo eso, y además se planteaba en todos nosotros la necesidad de hablar inglés.
Iba con Joyce, una chica de unos 20 años, judía, que tenía una tienda de antigüedades en las que era experta. Joyce compró, en especial, porcelana, marfil y objetos de plata. En la plata siempre miraba el punzón y lo comprobaba en un libro que llevaba, y que además le indicaba la fecha de fabricación. Me parecía que gastaba mucho, pero me explicó que todo lo vendería en su tienda multiplicando el precio de coste por cuatro. Era un lince para elegir y regatear, y entre los suyos tenía buenos asesores.
Seguí sus consejos y compré un netsuke de marfil del siglo XIX, procedente de la correa de un Kimono, muy bien labrado con la figura de un japonés. También, porque lo necesitaba, un cubo de hielo barato con el exterior de madera y un escudo sin grabar, a imitación de los antiguos.
Cuando acabamos las compras nos fuimos a comer a un restaurante cercano que ella conocía. Tomamos lo típico, un “Sunday roast”, rosbif, patatas y yorkshire pudding, todo regado con unas buenas pintas de cerveza stout, y de postre queso azul Stilton. Fumamos y hablamos y tomamos cafés y salimos del restaurante después de las cuatro, cuando lo iban a cerrar.
Seguimos andando por Bayswater Rd., con ánimo de coger el metro en Marble Arch a unos tres kilómetros, en Londres se andaba mucho. Anochecía y hacía frío, pero íbamos abrigados y no lo sentíamos, entretenidos con nuestra charla y mirando los árboles de Kensington Gardens y a los pájaros en retirada. Un paseo apacible y despreocupado.
De improviso nuestra atención se dirigió a lo que estábamos viendo, un Mini rojo bastante usado, que iba por Bayswater en nuestra dirección, giró hacia la izquierda bruscamente y a bastante velocidad delante de nosotros, derrapó hasta tropezar con la acera y volcó al lado de una parada de autobús. Más tarde vi que era la calle de Sussex Gardens.
El Mini estaba boca abajo sobre la acera con las ruedas hacia arriba todavía girando, cuando dos o tres personas empezaron a correr hacia el coche, sin duda con el ánimo de socorrer al conductor y acompañantes, si es que los había. Yo, miré a Joyce y comencé también a correr, y en ese momento vi una pequeña llamarada que surgía debajo del coche y cuando me acerqué olí la gasolina. A la luz de las llamas, ya crecidas, todos vimos al conductor y a una mujer a su lado que luchaban con sus brazos para salir del coche, la mujer intentaba romper la ventanilla con los puños, y me pareció ver que el conductor no se podía soltar el cinturón de seguridad. No nos podíamos acercar pues nos quemábamos, y entonces un inglés nos dijo que entrásemos en los portales de las casas a coger los extintores. Corrí al portal más cercano, la cerradura no estaba echada, entré, cogí el extintor y volví rápido hacia lo que era una hoguera, y desde lo más cerca posible lo accioné mientras se oían gritos: ¡Cuidado puede explotar!. A los que estábamos intentando salvar a las personas nos preocupaba solo el no arder nosotros, el calor era inaguantable y nos forzaba a alejarnos, y lo único que realmente nos afectó es que no pudimos hacer nada.
Se achicharraron los dos dentro del Mini, Joyce ya estaba conmigo, y con lágrimas en los ojos solo me miraba sin saber que decir. Y, no se si fue lo peor, pero si lo que más nos impresionó a los dos: ¡el olor!. Primero olía a carne guisada, a barbacoa, y después a carne quemada, y el olor no se iba, era como si se hubiese extendido por toda la calle. Nubes de olor que nos daban nauseas, y que nos mantenían allí impávidos, mientras los bomberos apagaban los restos de la hoguera con rapidez, gracias a la espuma. Entonces el olor aún me parecía más intenso y se adhirió a mi ropa.
Enderezaron lo que quedaba del Mini y con un hacha y una cizalla lo descapotaron como una lata. Dos figuras fantasmas, carbonizadas, permanecían en sus asientos, y así las sacaron como estatuas sedantes, con gran cuidado, quizás para que no se rompieran, como si aún fueran alguien. El conductor aferraba en su mano derecha la hebilla del cinturón de seguridad.
Nos volvimos y nos miramos, Joyce tenía cara de muerta y un gesto de repugnancia, y a mí me debería ocurrir lo mismo por la forma en que me miraba con los ojos muy abiertos,:
-No aguanto más, me dijo, me voy a ahogar porque no quiero oler. ¡No puedo respirar!.
-Te comprendo, respondí, ¿quién lo podía imaginar?.
Volvimos a andar, y nos fuimos a un pub, y nos tomamos unos whiskys. Metí la mano en el bolsillo para coger tabaco pero mis dedos tocaron algo diferente, saqué el netsuke del Samurai y lo puse encima de la mesa. Los dos nos quedamos mirándolo.
El olor ya se había introducido en nuestros poros y en el cerebro. Nunca se nos iría.

lunes, 19 de enero de 2009

OVO 6/6HV



Ni era para reírse ni para ponerse triste, aunque al mirar a mi compañera HA366XC, Helena, que coño, no la vi contenta. El caso es que habían pasado un año y tres meses desde nuestra partida de Tierra a 2,3 millones de kilómetros, y contábamos ya con volver para tomarnos dos años de vacaciones. Esto lo ganamos en la huelga del 2302, tanto tiempo trabajando, otro tanto igual para disfrutar. Y también obtuvimos otras ventajas, como la de navegar como mínimo dos cosmógenes, pudiéndonos elegir entre nosotros.
Helena, la orden es clara, tenemos que descubrir en El Triángulo de donde emana una fuente de energía, encontrarla, analizarla y, lo de siempre, muestras para el laboratorio.
Si Roberto, -yo soy el código VV171CYV-, y no es que esté cansada de ti, pero se nos están agotando las reservas de Primux.
Bueno, ya se que con el Primux se goza como Dios, pero imagínate que la fuente de energía sea la marihuana, follaríamos como hace trescientos años.-Le dije para que sonriese.-
Aproveché para abrazarla, os aseguro que valía la pena, y empecé a sobarla con ánimo de llegar a más, pero ya sabéis, cuando ellas no quieren no hay quien las pinche. Total que nos fuimos los dos a ordenar a la computadora Hellix que buscase con el telescopio/laser UVM la procedencia de la energía. Al poco rato nos dio las coordenadas.Hellix nos marcaba un punto situado cerca de Ariel, uno de los satélites de Urano y nos preguntó con su voz cavernosa:
-¿Quuueereeis iiir?
- Si, navega hasta allí, Hellix.
En un nanosegundo estableció la órbita, la velocidad de crucero a 1,200 m/s, y allá nos fuimos a cumplir la orden del Gran Maestre Espacial.
Llegamos en 9,5 horas después de una confortable navegación de 82.000 miles, todo el tiempo contemplando Urano, hasta que vimos aquello detrás de Ariel, una esfera, o mejor una especie de ovoide gigante, de unas setenta millas de alto y cincuenta de circunferencia, con dos alas motrices a los lados, una especie de brazos de media milla cada uno. Un alien/satélite escrupulosamente pintado en color ébano, del que en su parte superior refulgía un halo de luz intensa y brillante, bañada por nebulosas con los colores del espectro solar, sin el negro. Era la fuente de energía captada en Tierra.
Hellix nos preparó el equipo necesario para hacer una visita a OVO6/6^HV, para el nombre no discurrimos mucho y los códigos están prefijados. Nos pusimos las mallas de tejido nuclear, que nos mantendrían con vida ante cualquier agresión del medio o agente desconocido, nos montamos cada uno en su Plan-off y fuimos a ver que era aquello.
Cuando estábamos a su alcance se abrió la parte superior, y salió de la misma una plataforma desde la que nos hacían señales de bienvenida unos cyborg/ovus, descendimos y al momento vemos nuestros cuerpos desnudos en las pantallas frontales de los cyborg, era indudable que nos analizaban. A continuación, y sin saber como, nos encontramos dentro de una sala circular, con un radio de 33 m., las paredes con el mismo color ébano, pero con una especie de brazos con mangos pintados en la circunferencia a mediana altura.
Lo sorprendente, y que nos provocó una reacción impensable, fue ver en el centro una especie de compuesto gelatinoso entre rojo y granate, pero que en realidad, se parecía a la yema de los huevos clonados de hace seis siglos. Y en ese momento, y encima de la yema aparecieron...¡una docena de huevos!...con brazos, seis con una especie de coronilla roja en la parte superior y seis de oro.
Y abrieron la boca, si es que se puede llamar boca a lo que abrían, y nos contaron que procedían de la Galaxia Enana de la Osa Mayor a 300.000 años luz. Su viaje se debía a motivos de subsistencia, pues habían sido muchos y ahora no llegaban a mil. Habían visto la cantidad de hijos que tenían los nuestros, y después de investigar y analizar en profundidad nuestra naturaleza, habían llegado a la conclusión de que necesitaban copular con nosotros y salvarse, ya que de esta forma mezclarían nuestra ovoalbúmina con la de ellos.
Helena y yo nos miramos espantados, y ella no pudo aguantarse:
--¡Menuda encerrona!, gritó.
Pero en ese momento ellos se habían tumbado en parejas, corona roja con corona oro, en el suelo de yema, y unieron sus brazos y mangos, en los que aparecieron algo así como tres dedos con los que se agarraron, y comenzaron una danza frenética y jadeante, los Ovus Rojo con un carajo asombroso, y las Ovus Oro con un agujero que era un poco extraño.
Y deseándolo, nos dejamos arrastrar fervientemente hasta la yema, y miré a Helena y vi que estaba desnuda pero toda cubierta por una gelatina blanca, y me miré y vi que yo también, me parecía clara de huevo, y sin notarlo estaba estirado sobre la yema, y la Ovus había agarrado mis manos con sus tres dedos, puso el hueco de su parte inferior cerca de mi miembro, y éste, solícito, entró...y aquello se convirtió en una visión total y absoluta del Cosmos. Y vi a Helena que era como una Venus gloriosa. Y no sabemos cuanto copulamos, y después también fornicamos, jodimos y follamos con los Ovus correspondientes. Como repetimos con todos, ni ella ni yo supimos las veces.
Nuestra apariencia al volver debía ser un tanto rara, pues Hellix, nada más observarnos, nos dijo que nos había preparado las Revival Chambers, y allí nos fuimos, pero solo utilizamos una, y menos copular hicimos todo lo demás, y tuvimos siempre la misma visión del Cosmos, lleno de Ovus con brazos y halos de todos los colores. Menos el negro.
Hellix envió el Primux al espacio.

sábado, 10 de enero de 2009

UNA ESTRELLA FUGAZ



Habíamos vuelto de las vacaciones de Semana Santa, y después de comer me fui a jugar al fútbol al lado de la piscina con mi amigo Jesús, que tenía 8 años y era el interno más pequeño de la Residencia. Yo le llevaba casi un año pero estábamos los dos estudiando ingreso porque, aún sin la edad reglamentaria y a instancias de su padre, le hicieron un examen y lo aprobó.

Muchas veces jugábamos al fútbol, cada uno tenía su portería y nos tirábamos el balón para ver quien marcaba más goles o hacía mejores paradas, yo tiraba más fuerte y el paraba mejor. Me tocaba tirar a mí, apunté, cogí carrerilla y le lancé un pepinazo, pero Jesús se estiró y despejó el balón con los puños, botó, toc, toc, toc...y se cayó a la piscina que estaba llena. Estaba prohibido bañarse e intentamos recuperarlo echándole agua, pero el cuero debía de estar empapado y nos resultó imposible. No había nadie para ayudarnos y yo no sabía nadar, pero Jesús sí, aunque avanzaba con los brazos por debajo como un pato. Sin dudar me dijo: -Jurado, me tiro y voy por el...-

No flaqueó, se quitó los pantalones el jersey y la camisa y se tiró por el balón que estaba a unos dos metros del borde, y vi como lo alcanzaba. De repente pasaba algo que no comprendía, en vez de volver rápido Jesús se hundió, y en un tiempo interminable volvió a la superficie con cara de espanto. Me quité el cinturón y tomándolo por la hebilla se lo tiré para que lo agarrase, lo cogió con una mano y yo respiré como debió de ser la primera vez en mi vida, pero al momento lo soltó, estaba exhausto, y volvió a hundirse. Sin más, corrí hasta la Residencia que estaba a unos doscientos metros, salté los escalones de granito y atravesé el vestíbulo sin enterarme, sabía que los profesores estaban comiendo y les interrumpí gritando,-¡Sr. Barredo, Sr. Barredo, Jesús se ahoga en la piscina...!-

Él ni se lo pensó, y sin preguntarme nada salió corriendo y yo, casi reventado, detrás, y a mitad de camino ya me habían pasado los profesores y alumnos que tardaron en reaccionar. Cuando llegué cerca, vi como el Sr. Barredo salía de la piscina sin chaqueta ni zapatos, y con la camisa y los pantalones chorreando, y Jesús entre sus brazos. Era fuerte y alto, y los niños lo admirábamos y queríamos.

Jesús estaba allí tendido en el suelo con una barriga enorme que el Sr. Barredo apretaba, después le levantaba los brazos y se los bajaba, y ponía su boca en la de Jesús, y otra vez la barriga, y otra vez los brazos arriba y abajo, y seguía con la boca, así repitiendo hasta que Jesús empezó a vomitar y a echar agua, tanta, que a su alrededor se formó un charco grande. Pero no se recuperaba y nos parecía que estaba vivo sólo porque seguía vomitando.

Después el Sr. Barredo lo cogió otra vez en sus brazos y se lo llevó a la enfermería rodeado de muchos profesores y alumnos, todos muy serios y en silencio. Yo iba con ellos abstraído y muy afligido. El médico se presentó enseguida, dijo que era necesario esperar 24 horas, que todo dependía de los daños internos pero que había que confiar en su juventud y en su fortaleza.

El padre de Jesús, que llegó al amanecer del día siguiente, no hablaba con nadie y estaba apesadumbrado. Las horas transcurrían y la única señal de vida de su hijo era que respiraba sin ayuda. Al fin se despertó un poco antes de la hora marcada y en toda la residencia se celebró con gritos que ahuyentaron los nervios. Su padre me abrazó y me sentí feliz.

Jesús eres mi amigo desde que los mayores me dijeron un día que en los escalones de entrada de la Residencia, había un niño de siete años llorando, que ellos no lograban consolar. Me senté contigo en el escalón frío de granito, y mentí sobre lo bien que se estaba allí, y que a los tres días te olvidarías de tus padres. Así conseguí que dejases de sollozar y te tranquilizases.

Te hecho de menos desde que estoy enfermo, y no se cuando te volveré a ver. Mi padre me dijo que no me recuperaré antes de que acabe el curso, por eso te escribo, para que veas que me acuerdo de ti y sepas todo lo que pasó el día que te ahogaste.


Ya pasaron más de 50 años desde aquel día que el padre de Jurado vino a verme, me entregó la carta y mientras me abrazaba como si fuera su hijo, me lo dijo: -Jesús, a tu amigo ya no le volveremos a ver...está en el cielo-. No faltaba ni un mes para finalizar el curso.




viernes, 5 de diciembre de 2008

LAS COSAS CLARAS



Los ejecutivos, cuando no tenían compromiso con clientes, se reunían en grupos para ir a un restaurante cercano en la hora de la comida. Procuraban elegir uno de precio medio con menús caseros, y algunas veces un guiso apetitoso. Se aprovechaba el descanso para hablar o discutir de diferentes temas sin atender a jerarquías, descartando los asuntos de trabajo, propuesta de Roberto que todos habían aceptado.
Roberto de la Puente era un ejecutivo cercano a los cuarenta. Llevaba en la Agencia de Publicidad algo más de un año. Dirigía un grupo de cuentas que sumaban más de 3.000 millones de pesetas de facturación logradas por su mediación, una cantidad respetable en 1986. Casi siempre comía con Carmen Amador, su brazo derecho. Una mujer de menos de treinta años, pija del barrio de Salamanca, de belleza provocativa, y coqueta, y con bastante buen gusto vistiendo tanto de sport o más formal, muy lista y muy educada. Una chica bien sin complejos.
De vez en cuando se les unía Paco Torrecillas, Presidente de la Agencia, sin duda atraído por Carmen. Ella le hablaba con desparpajo y le corregía con frecuencia por su vestimenta y por su forma de comer. Paco masticaba de manera vulgar y no sabía usar los cubiertos. Se servía de la pala de pescado para tomar las salsas. Paco no había ido a la Universidad y presumía de sus conocimientos de estadística, aunque eran medianos. Para llegar a su posición había hecho una jugada maquiavélica y logró prescindir de cuatro socios, ayudado por la aportación de un capitalista al que había prometido pingües beneficios. Consiguió ser Administrador Único de la Agencia, para venderla transcurrido un tiempo, a una multinacional americana. Tenía una suerte considerable y conseguía engañar a muchos.
Un día, salió el tema de las corruptelas en la comida:
-Es natural, -decía Paco-., siempre tuve claro que todos son unos chorizos.
-¿Qué?, -Carmen dijo extrañada.
-Carmen, todo el que se mete en política lo hace para robar, y todos los políticos son unos sinvergüenzas. Las cuentas de la Administración las gana el que da más.
-Oye, yo conozco políticos que jamás admitirían un cohecho, -siguió Carmen
-Será porque les parece poco lo que les ofrecen. Es más, todo el mundo se corrompe.
-¿Cómo dices eso?, sé que mi padre nunca admitió nada. Incluso cuando le hacían un regalo y no lo veía justificable por su alto precio, lo devolvía.
-Eso es lo que se debe hacer, -apuntó Roberto- yo devolví regalos cuando no tenía claro porque me los hacían, y sí era indudable el objetivo cortaba por lo sano. Por eso no acepté el Porsche que me ofrecieron en Portugal. Me lo enseñaron y me preguntaron si me gustaba; naturalmente, respondí. A continuación dijeron, pues es tuyo y me dieron las llaves que cogí, y salieron volando contra la pared. Me largué sin despedirme.
-Así se hace, -concluyó Carmen.
-Mirad, repito que todo el mundo tiene un precio. El caso es averiguarlo y ofrecérselo. Nadie es totalmente honesto, vosotros que tanto habláis también lo tenéis. Si tu no aceptaste el Porsche es porque no acertaron cual era tu precio. -Paco fue categórico.
-Pues nosotros ni estamos de acuerdo ni pensamos así.
Esas fueron las últimas palabras de Carmen y Roberto.
Transcurrido el 87, Roberto esperaba que se cumpliese el compromiso verbal que tenía con Paco, y que consistía en el 2% del beneficio de sus clientes. Vana esperanza. Paco vino a decirle que no había podido ser pero que el próximo año sin falta lo haría. Roberto corroboró que era un mentiroso, le sobraba poder para hacerlo.
Roberto decidió, en aquel momento, buscar trabajo e irse de la agencia.
La oportunidad se presentó pasados tres meses, había tenido diversas ofertas pero buscaba la antítesis de Paco, un señor y caballero de palabra. Solo encontró uno que en la última reunión que tuvieron, le presentó por escrito, sin pedírselo Roberto, las condiciones económicas. Al final acordaron la fecha de incorporación el día uno del siguiente mes, y ambos se dieron la mano en señal de compromiso. Roberto se quedó convencido, jamás que dio la mano le habían engañado.
Unos días después Roberto abordó a Paco, después de comer, en el recibidor de la agencia:
-Paco, por favor, tengo que hablar contigo con urgencia.
-Ahora no puedo, - respondió nervioso -, tengo que ir a ver a un cliente, - Citó uno de importancia.
-Mira, quiero decirte que me voy de la agencia,- continuó Roberto muy sereno -. Antes de que lo sepas por terceros prefiero decírtelo personalmente, y así ya se lo comunico al jefe de personal para cumplir con la ley que marca el período de aviso en quince días.
-Espera, espera, ahora tengo que ir al cliente, pero vuelvo cuanto antes y hablamos, no te vayas sin hablar conmigo y no se lo digas a nadie, -todo dicho muy rápido y muy nervioso.
Roberto volvió a su despacho, y apenas transcurridos 5 minutos apareció Paco en la puerta.
-Oye que les dije que me disculpasen y no voy, -decía Paco con vehemencia-. Sígueme a mi despacho y hablamos.
Paco salió a la carrera por el pasillo, y Roberto detrás veía el silencio con que les observaban sus compañeros, todo el mundo parece estar enterado, se decía.
Entraron en el despacho de Paco, y sin sentarse, éste comenzó:
-Mira antes de nada, ya tenía pensado hacerte una subida muy importante. -Dio una cifra que a Roberto le significaba el 50% de aumento.
-Mira lo siento mucho pero ya es tarde, tengo acordado incorporarme el día uno.
-¿Pero has firmado ya el contrato?, -Paco estaba pálido y le temblaban las manos.
-No, pero nos dimos la mano y los dos nos consideramos comprometidos, -respondió Roberto muy firme.
-Bueno mira, aparte de la oferta que sigue en pie, como sé que te has sentido perjudicado por la cantidad por beneficios que no recibiste, -y mientras dice esto saca un talonario del bolsillo derecho del interior de su chaqueta-, ahora mismo te firmo un talón por el importe, ¿lo aceptas?
-Paco lo siento, te he dicho que tengo un acuerdo y no importa el dinero. Yo asumo mis obligaciones.
-¿Pero que más quieres?, -dijo Paco insistiendo-. Puedo darte más. Dime una cantidad...
-Vamos a ver, ¿si tú lo que quieres es saber mi precio?, firma un talón en blanco y yo pongo la cantidad. -. Le dijo Roberto muy serio, y apuntando al talonario.
Y Paco se rajó. Nunca supo que cantidad era la que escribiría Roberto en el talón. Solo supuso que era inalcanzable.
Roberto al salir del despacho un poco envarado y pasar por el contiguo de la secretaria, vio en su cara un resplandor de contento. Y él se sintió igual, y seguramente se acordaba de su padre.
Los compañeros se alegraron y le felicitaron. Carmen, más explícita, le dijo:
-Este Paco es un majadero, le dije un montón de veces que te ibas a ir. Siempre me respondía lo mismo -tu amiguito nunca se irá. Lo estoy esperando y cuando venga le haré una oferta a la que no podrá renunciar-. Y yo le insistía y le decía: no conoces a Roberto, te vas a llevar un chasco. Nunca te lo dije porque conociéndote sabía que sería peor.
Francisco Torrecillas no llegó a cumplir los sesenta. Al funeral asistieron los caciques publicitarios, y muchos de sus subalternos, que a la salida se reunieron en corrillos. Roberto estaba con un buen amigo. También había sufrido a Paco. Uno del grupo fue el primero en expresarse:
-Que pena que se haya muerto tan pronto, con lo listo y buena persona que era.
-¡Mira!, ¡cómo que buena persona!, -estalló el amigo de Roberto -. Las cosas claras, ¡era un hijo de puta!. Estamos aquí porque es un compromiso social cuando alguien de la profesión muere. Pero no hay que falsear los hechos...-y siguió hablando y nadie defendió a Torrecillas.
Roberto miró a su amigo, con respeto y agradecimiento, por haberle evitado a él la respuesta.