Su estampa, a lo lejos, parecía una imagen pintada al pastel. Un hombretón de andar pausado, con sombrero de paja, camisa, chaqueta y pantalones de pana de color trigueño, y unas botas bajas de cuero rústicas, hechas sin duda por un zapatero de pueblo y compradas en una feria, como puede ser, todo lo demás.
De cerca, lo primero que se apreciaba era su cara de bondad, que adornaba siempre con media sonrisa al saludar. Sus más de sesenta años se reflejaban en numerosas arrugas, no muy profundas, que marcaban su piel morena a pesar de que pocas veces trabajaba sin sombrero, todo originado, al parecer, por su vida al aire libre.
Andrés es la persona que, entre otras cosas, me enseñó a amar la tierra y a cultivarla, no de una forma vulgar, pues aunque humilde y con pocos estudios era inteligente, sino de manera filosófica. Un día que estaba cogiendo fresas, me acerqué, como hacía con frecuencia, a charlar con él.
- ¡Qué!, ¿recogiendo las primeras?.
¡Mire como huelen!. Y me acercó unas pocas, que parecían menos en sus manos enormes.
¡Están buenas!, dije, -después de apreciar su aroma y comérmelas.
Y como no lo iban a estar, mire la tierra, -Y desmenuza en su mano un terrón con lentitud- está abonada con el estiércol de las vacas, de la Margarita y de la Rubia, ¿y ellas que comen?, hierba, y la hierba se cría en la tierra, y vuelta a empezar, porque el estiércol lo hizo la tierra. Por eso todo el mundo siempre luchó por ella.
No le ayudo porque los mosquitos aquí parecen tigres.
Bah, es acostumbrarse, mire como estoy yo.-Y me enseña los antebrazos con picaduras- Así se alimentan.
Lo que más agradecía y donde mejor se expresaba era en la jardinería. Había sido mayordomo de un noble, y en sus ratos libres había aprendido con los jardineros de la heredad. Ahora disfrutaba cuidando todas las plantas, pero sobre todo, los casi trescientos rosales del jardín de diseño francés. Con él aprendí a podar, a acodar y a esquejar, pero lo que más aprecio, es que me enseñó a percibir los diferentes perfumes y colores de las rosas.
– ¡Mire que rosas!, las preferidas de las abejas, ¡huélalas!.
– A mí incluso me huele a miel, -digo mientras acaricio los pétalos.
De religión jamás hablaba, y dado mi desinterés por el tema, yo tampoco le pregunté. Un día si le hice una pregunta política:
– Andrés, ¿y que le parece el nuevo gobierno?
– Bueno, siempre es igual, los mismos perros con diferentes collares.
Advertí al momento que, debido a su total pragmatismo, no consideraba necesarios ni a unos ni a otros. En realidad era un ácrata a su manera, esto es, apacible e incrédulo, y lo único que le interesaba realmente era lo que tuviese que ver con la naturaleza y los animales, incluyendo los hombres.
Creo que su altar era el establo. Estaba en la parte trasera de su casa. En un lado tenía las cuadras, en el otro, más grande y ordenado, un tablón grande como mesa, la yunta, aperos de labranza y de jardinería: hoces, azadas, rastrillos, una guadaña, una escalera, sogas gruesas, etc. En un extremo una pila grande de granito con un grifo, con aspecto un tanto rústico, lecheras y cubos de metal y una manguera. Cada cosa en su sitio y limpia. En el techo numerosas vigas de tronco de pino sin pulir y pintadas con aceite de linaza, todas en paralelo de un extremo a otro.
Allí se pasaba muchas horas en soledad y rodeado de nostalgia. Yo iba a verle cuando no venía a la finca. Es verdad que olía al estiércol de las cuadras, pero a mi aquel fuerte olor no me desagradaba, y lo esperaba. Se sentaba en una banqueta de tres patas a un lado de la vaca, ponía un cubo y empezaba a ordeñarla. Yo me sentaba al otro lado y le escuchaba:
Rubia, ya estoy contigo, ¿igual creíste que no venía?.-Decía con voz grave y amistosa.
Que buena leche das, llena de nata, ¿cómo no la vas a dar con la buena hierba que comes?. Venga, tranquila,... tranquila...-Decía si la vaca mugía.
Aquella escena sigue en mi memoria y cuando la revivo me recreo con ella. Quizás por la sencillez y naturalidad de todo el escenario, y por el ser humano que ama a los animales y les habla como personas, y por los animales que mugiendo le responden.
Él me reconoció una tarde lo que yo sospechaba.
Aquí es donde quiero acabar, esta es mi casa. La mujer ya es mayor, y los hijos ya trabajan. Yo ya hice bastante. Estoy de más.
Un día vino a decirme que no podía trabajar porque se había cortado en una mano al segar, y que por eso no venía a la finca. Entonces me enseñó la mano izquierda ,mal vendada, y al verla le pregunté:
¿Quién hizo la cura?
Yo, quién iba a ser. -Se quitó la venda y me la enseñó. Con la hoz se había cortado casi todo el pulgar por su base- Cubrí la herida con tierra de estiércol, la sujeté con papel de fumar, y luego la vendé en casa..
¡¿No le echó nada para desinfectarla?!
Y que le iba a echar, la tierra tiene terramicina, y la desinfecta.
El último día que lo vi al final del verano, tenía le herida cicatrizada. Mientras la miraba, me dijo:
– ¡Ve!, todo viene de la tierra y a ella vuelve.
A comienzos del otoño me llamaron para decírmelo:
Andrés se suicidó colgándose con una soga, en una viga de madera de la cuadra. Me dijeron que estaba vestido y con el sombrero de paja puesto.