miércoles, 28 de enero de 2009

SUNDAY ROAST



Pasamos la mañana en Portobello. Allí los Domingos del invierno nos reuníamos una multitud de gente joven, no solo inglesa, también íbamos muchos estudiantes franceses, italianos y españoles. En 1965 Londres estaba de moda en Europa, los Beatles, Carnaby Street y todo eso, y además se planteaba en todos nosotros la necesidad de hablar inglés.
Iba con Joyce, una chica de unos 20 años, judía, que tenía una tienda de antigüedades en las que era experta. Joyce compró, en especial, porcelana, marfil y objetos de plata. En la plata siempre miraba el punzón y lo comprobaba en un libro que llevaba, y que además le indicaba la fecha de fabricación. Me parecía que gastaba mucho, pero me explicó que todo lo vendería en su tienda multiplicando el precio de coste por cuatro. Era un lince para elegir y regatear, y entre los suyos tenía buenos asesores.
Seguí sus consejos y compré un netsuke de marfil del siglo XIX, procedente de la correa de un Kimono, muy bien labrado con la figura de un japonés. También, porque lo necesitaba, un cubo de hielo barato con el exterior de madera y un escudo sin grabar, a imitación de los antiguos.
Cuando acabamos las compras nos fuimos a comer a un restaurante cercano que ella conocía. Tomamos lo típico, un “Sunday roast”, rosbif, patatas y yorkshire pudding, todo regado con unas buenas pintas de cerveza stout, y de postre queso azul Stilton. Fumamos y hablamos y tomamos cafés y salimos del restaurante después de las cuatro, cuando lo iban a cerrar.
Seguimos andando por Bayswater Rd., con ánimo de coger el metro en Marble Arch a unos tres kilómetros, en Londres se andaba mucho. Anochecía y hacía frío, pero íbamos abrigados y no lo sentíamos, entretenidos con nuestra charla y mirando los árboles de Kensington Gardens y a los pájaros en retirada. Un paseo apacible y despreocupado.
De improviso nuestra atención se dirigió a lo que estábamos viendo, un Mini rojo bastante usado, que iba por Bayswater en nuestra dirección, giró hacia la izquierda bruscamente y a bastante velocidad delante de nosotros, derrapó hasta tropezar con la acera y volcó al lado de una parada de autobús. Más tarde vi que era la calle de Sussex Gardens.
El Mini estaba boca abajo sobre la acera con las ruedas hacia arriba todavía girando, cuando dos o tres personas empezaron a correr hacia el coche, sin duda con el ánimo de socorrer al conductor y acompañantes, si es que los había. Yo, miré a Joyce y comencé también a correr, y en ese momento vi una pequeña llamarada que surgía debajo del coche y cuando me acerqué olí la gasolina. A la luz de las llamas, ya crecidas, todos vimos al conductor y a una mujer a su lado que luchaban con sus brazos para salir del coche, la mujer intentaba romper la ventanilla con los puños, y me pareció ver que el conductor no se podía soltar el cinturón de seguridad. No nos podíamos acercar pues nos quemábamos, y entonces un inglés nos dijo que entrásemos en los portales de las casas a coger los extintores. Corrí al portal más cercano, la cerradura no estaba echada, entré, cogí el extintor y volví rápido hacia lo que era una hoguera, y desde lo más cerca posible lo accioné mientras se oían gritos: ¡Cuidado puede explotar!. A los que estábamos intentando salvar a las personas nos preocupaba solo el no arder nosotros, el calor era inaguantable y nos forzaba a alejarnos, y lo único que realmente nos afectó es que no pudimos hacer nada.
Se achicharraron los dos dentro del Mini, Joyce ya estaba conmigo, y con lágrimas en los ojos solo me miraba sin saber que decir. Y, no se si fue lo peor, pero si lo que más nos impresionó a los dos: ¡el olor!. Primero olía a carne guisada, a barbacoa, y después a carne quemada, y el olor no se iba, era como si se hubiese extendido por toda la calle. Nubes de olor que nos daban nauseas, y que nos mantenían allí impávidos, mientras los bomberos apagaban los restos de la hoguera con rapidez, gracias a la espuma. Entonces el olor aún me parecía más intenso y se adhirió a mi ropa.
Enderezaron lo que quedaba del Mini y con un hacha y una cizalla lo descapotaron como una lata. Dos figuras fantasmas, carbonizadas, permanecían en sus asientos, y así las sacaron como estatuas sedantes, con gran cuidado, quizás para que no se rompieran, como si aún fueran alguien. El conductor aferraba en su mano derecha la hebilla del cinturón de seguridad.
Nos volvimos y nos miramos, Joyce tenía cara de muerta y un gesto de repugnancia, y a mí me debería ocurrir lo mismo por la forma en que me miraba con los ojos muy abiertos,:
-No aguanto más, me dijo, me voy a ahogar porque no quiero oler. ¡No puedo respirar!.
-Te comprendo, respondí, ¿quién lo podía imaginar?.
Volvimos a andar, y nos fuimos a un pub, y nos tomamos unos whiskys. Metí la mano en el bolsillo para coger tabaco pero mis dedos tocaron algo diferente, saqué el netsuke del Samurai y lo puse encima de la mesa. Los dos nos quedamos mirándolo.
El olor ya se había introducido en nuestros poros y en el cerebro. Nunca se nos iría.

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