
Habíamos vuelto de las vacaciones de Semana Santa, y después de comer me fui a jugar al fútbol al lado de la piscina con mi amigo Jesús, que tenía 8 años y era el interno más pequeño de la Residencia. Yo le llevaba casi un año pero estábamos los dos estudiando ingreso porque, aún sin la edad reglamentaria y a instancias de su padre, le hicieron un examen y lo aprobó.
Muchas veces jugábamos al fútbol, cada uno tenía su portería y nos tirábamos el balón para ver quien marcaba más goles o hacía mejores paradas, yo tiraba más fuerte y el paraba mejor. Me tocaba tirar a mí, apunté, cogí carrerilla y le lancé un pepinazo, pero Jesús se estiró y despejó el balón con los puños, botó, toc, toc, toc...y se cayó a la piscina que estaba llena. Estaba prohibido bañarse e intentamos recuperarlo echándole agua, pero el cuero debía de estar empapado y nos resultó imposible. No había nadie para ayudarnos y yo no sabía nadar, pero Jesús sí, aunque avanzaba con los brazos por debajo como un pato. Sin dudar me dijo: -Jurado, me tiro y voy por el...-
No flaqueó, se quitó los pantalones el jersey y la camisa y se tiró por el balón que estaba a unos dos metros del borde, y vi como lo alcanzaba. De repente pasaba algo que no comprendía, en vez de volver rápido Jesús se hundió, y en un tiempo interminable volvió a la superficie con cara de espanto. Me quité el cinturón y tomándolo por la hebilla se lo tiré para que lo agarrase, lo cogió con una mano y yo respiré como debió de ser la primera vez en mi vida, pero al momento lo soltó, estaba exhausto, y volvió a hundirse. Sin más, corrí hasta la Residencia que estaba a unos doscientos metros, salté los escalones de granito y atravesé el vestíbulo sin enterarme, sabía que los profesores estaban comiendo y les interrumpí gritando,-¡Sr. Barredo, Sr. Barredo, Jesús se ahoga en la piscina...!-
Él ni se lo pensó, y sin preguntarme nada salió corriendo y yo, casi reventado, detrás, y a mitad de camino ya me habían pasado los profesores y alumnos que tardaron en reaccionar. Cuando llegué cerca, vi como el Sr. Barredo salía de la piscina sin chaqueta ni zapatos, y con la camisa y los pantalones chorreando, y Jesús entre sus brazos. Era fuerte y alto, y los niños lo admirábamos y queríamos.
Jesús estaba allí tendido en el suelo con una barriga enorme que el Sr. Barredo apretaba, después le levantaba los brazos y se los bajaba, y ponía su boca en la de Jesús, y otra vez la barriga, y otra vez los brazos arriba y abajo, y seguía con la boca, así repitiendo hasta que Jesús empezó a vomitar y a echar agua, tanta, que a su alrededor se formó un charco grande. Pero no se recuperaba y nos parecía que estaba vivo sólo porque seguía vomitando.
Después el Sr. Barredo lo cogió otra vez en sus brazos y se lo llevó a la enfermería rodeado de muchos profesores y alumnos, todos muy serios y en silencio. Yo iba con ellos abstraído y muy afligido. El médico se presentó enseguida, dijo que era necesario esperar 24 horas, que todo dependía de los daños internos pero que había que confiar en su juventud y en su fortaleza.
El padre de Jesús, que llegó al amanecer del día siguiente, no hablaba con nadie y estaba apesadumbrado. Las horas transcurrían y la única señal de vida de su hijo era que respiraba sin ayuda. Al fin se despertó un poco antes de la hora marcada y en toda la residencia se celebró con gritos que ahuyentaron los nervios. Su padre me abrazó y me sentí feliz.
Jesús eres mi amigo desde que los mayores me dijeron un día que en los escalones de entrada de la Residencia, había un niño de siete años llorando, que ellos no lograban consolar. Me senté contigo en el escalón frío de granito, y mentí sobre lo bien que se estaba allí, y que a los tres días te olvidarías de tus padres. Así conseguí que dejases de sollozar y te tranquilizases.
Te hecho de menos desde que estoy enfermo, y no se cuando te volveré a ver. Mi padre me dijo que no me recuperaré antes de que acabe el curso, por eso te escribo, para que veas que me acuerdo de ti y sepas todo lo que pasó el día que te ahogaste.
Ya pasaron más de 50 años desde aquel día que el padre de Jurado vino a verme, me entregó la carta y mientras me abrazaba como si fuera su hijo, me lo dijo: -Jesús, a tu amigo ya no le volveremos a ver...está en el cielo-. No faltaba ni un mes para finalizar el curso.
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